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viernes, 18 de febrero de 2011

Lo cortés no quita lo boludo

Anoche cometí un error gravísimo: saludé a una familia.

Antes que nada es menester desarrollar un concepto que en Entre Ríos es sumamente conocido y de hecho es una práctica común: el puerteo. Puertear es, como se puede suponer, sentarse en la puerta a gozar de la fresca viruta. Se toma mate o cualquier otro aperitivo, se mira lo que ocurre en la calle y qué hacen los vecinos. No es más que eso.

Volvía yo del kiosco, de comprar alguna huevada, y estaba esta familia puerteando. Una pareja joven con hijos chicos, tomando mate a las ocho de la noche. Siempre en el mismo lugar; yo siempre había pasado y me había hecho el distraído.

Pero anoche saludé. Y me saludaron. Y, sin quererlo, generé un vínculo frugal y eterno: ya nunca podré pasar por allí sin saludarlos.

¿Cómo se vuelve a la situación inicial? No se puede. Porque una vez que nos empezamos a saludar, se convirtió en una práctica de cortesía que tendrá que repetirse indefinidamente, y que sólo se cortará si la familia deja de puertear (cosa que no ocurrirá jamás); si yo dejo de pasar por su puerta (cosa que estoy considerando); o si alguna de las dos partes muere (cosa que quiero evitar).

Ahora estoy condenado a saludar por siempre a gente que no conozco y que, sinceramente, no tengo ganas de conocer.

O puedo pegar toda la vuelta manzana y caminar seis cuadras en lugar de dos para ir al kiosco. O también puedo mudarme.

Una cosa es cierta: las pocas veces que quiero ser amable con desconocidos me pasan este tipo de cosas.

¿Quién carajo me manda a mí a saludar a gente que no conozco?


domingo, 6 de febrero de 2011

Chofer, yo me bajo en la casa de mi amigo

Siempre que me tengo que tomar un colectivo de línea que hace un recorrido que no conozco, y más aún en una ciudad que no conozco, me resulta una experiencia traumática.

No sé por qué tengo la necesidad de fingir que conozco el camino de memoria y que sé exactamente dónde bajarme. Pero sé que todos se dan cuenta de que no tengo idea de dónde estoy y que por dentro me consume la intriga de saber qué será de mí.

Mucha gente a la que le preguntás antes de subir al colectivo te dice “preguntale al chofer”. Yo quisiera saber si alguna vez estas personas le preguntaron algo a un chofer de colectivo. Es como querer dialogar con un dragón que cuida un castillo: te gruñen y les dan ganas de comerte crudo, como si vos tuvieras la culpa de su malhumor y su insatisfacción laboral.

En el colectivo voy mirando por la ventanilla como si nada, como si conociera el paisaje, pero en secreto voy mirando con desesperación los carteles de las calles, tratando de encontrar una señal que me indique dónde me tengo que bajar.

Entonces, cuando creo que llegué al lugar indicado, me levanto y me voy para el fondo (odio que la gente baje por adelante), toco el timbre haciéndome el decidido y las puertas del averno de cemento se abren.

Me bajo y trato de constatar si me salió bien la jugada o si voy a tener que caminar 14 cuadras. Generalmente le pifio y tengo que caminar bastante, pero no digo nada y me hago el que sé para dónde tengo que ir, para que la gente del colectivo no se dé cuenta.

Lo peor es cuando tenés que ir para el mismo lado del colectivo y lo vas siguiendo en todo el resto del recorrido.

Y no sé por qué tengo la sensación de que los colectiveros se hacen el día con este tipo de cosas y después las cuentan como chistes cuando se reúne la logia de los colectiveros…