Anoche cometí un error gravísimo: saludé a una familia.
Antes que nada es menester desarrollar un concepto que en Entre Ríos es sumamente conocido y de hecho es una práctica común: el puerteo. Puertear es, como se puede suponer, sentarse en la puerta a gozar de la fresca viruta. Se toma mate o cualquier otro aperitivo, se mira lo que ocurre en la calle y qué hacen los vecinos. No es más que eso.
Volvía yo del kiosco, de comprar alguna huevada, y estaba esta familia puerteando. Una pareja joven con hijos chicos, tomando mate a las ocho de la noche. Siempre en el mismo lugar; yo siempre había pasado y me había hecho el distraído.
Pero anoche saludé. Y me saludaron. Y, sin quererlo, generé un vínculo frugal y eterno: ya nunca podré pasar por allí sin saludarlos.
¿Cómo se vuelve a la situación inicial? No se puede. Porque una vez que nos empezamos a saludar, se convirtió en una práctica de cortesía que tendrá que repetirse indefinidamente, y que sólo se cortará si la familia deja de puertear (cosa que no ocurrirá jamás); si yo dejo de pasar por su puerta (cosa que estoy considerando); o si alguna de las dos partes muere (cosa que quiero evitar).
Ahora estoy condenado a saludar por siempre a gente que no conozco y que, sinceramente, no tengo ganas de conocer.
O puedo pegar toda la vuelta manzana y caminar seis cuadras en lugar de dos para ir al kiosco. O también puedo mudarme.
Una cosa es cierta: las pocas veces que quiero ser amable con desconocidos me pasan este tipo de cosas.
¿Quién carajo me manda a mí a saludar a gente que no conozco?
Ahora estoy condenado a saludar por siempre a gente que no conozco y que, sinceramente, no tengo ganas de conocer.
O puedo pegar toda la vuelta manzana y caminar seis cuadras en lugar de dos para ir al kiosco. O también puedo mudarme.
Una cosa es cierta: las pocas veces que quiero ser amable con desconocidos me pasan este tipo de cosas.
¿Quién carajo me manda a mí a saludar a gente que no conozco?